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jueves, 30 de abril de 2020

Una nueva anormalidad


Vivimos en un permanente día de la marmota. El mantra que escuchamos en estos tiempos machaconamente en boca del Gobierno y medios de comunicación es el de “la nueva normalidad”. ¿En serio? ¿Tenemos que asumir que nuestra normalidad después de la desescalada va a ser la que nos espera? Como eslogan, en mi opinión, no hay por donde cogerlo. Nuestra normalidad se acabó a principios de Marzo. Cuando las noticias del virus eran cada vez más alarmantes, y percibíamos pequeños gestos de precaución en nuestra vida cotidiana. Lo que nos espera es, simplemente, una nueva anormalidad. Mas libre quizá, pero no por ello anómala.

No ha sido normal para nuestros cánones el tener a los niños sin clase. Ni ha sido normal acostumbrarnos al teletrabajo. No ha sido normal estar encerrados en nuestras casas. Tampoco el llevar casi dos meses, y lo que queda sin poder dar un cálido abrazo a nuestros padres. Ni el escuchar, casi sin pestañear tras muchas semanas, las cifras de centenas de muertes diarias. No, no ha sido normal.

No estamos acostumbrados a tener que hacer colas en el supermercado. No es normal que nos esquematicen los próximos dos meses en un calendario de fases. Tampoco que, después de ser autorizados a tomar una cerveza en una terraza, nuestros hijos aún tengan que esperar dos meses para ver a sus abuelos. Justificable por la pandemia, quizá. Normal, no.


¿Y cuando acabe Junio? ¿Cuándo llegue la fase de desfase? ¿Será una nueva normalidad?  Pues tampoco. Será una nueva situación, en la que podremos ir poco a poco recuperando nuestras costumbres, pero con la sensación de que seguiremos en riesgo. Quizá podremos oxigenar nuestra mente, seguramente muy castigada por lo prolongado de la situacNón de encierro. Quizá nos alegremos de poder volver a ver a nuestros seres queridos, pero, ¿nos acercaremos a ellos como si nada hubiese pasado? ¿Será prudente poner a nuestros mayores en riesgo por nuestra necesidad de contacto con ellos tras tanto tiempo separados? ¿Será eso normal?

¿Será normal la sensación de los niños y adultos cuando lleguen unas vacaciones que lo parecerán menos que nunca? ¿Podremos disfrutar de las aglomeraciones en nuestras famosas fiestas gastronómicas veraniegas? ¿ O de una sesión vermú con la París de Noia?  ¿Nos resignaremos a que esa sea nuestra normalidad a partir de Junio? No. Nos adaptaremos, como lo hemos hecho a la situación actual. Pero no respiraremos hasta que los científicos hallen un tratamiento o vacuna. Mientras, simplemente, sobreviviremos. O al menos lo intentaremos. Pero no me hablen de normalidad hasta entonces. No tiene ese nombre.

Porque seguramente, hasta la vacuna viviremos pendientes de nuestros móviles. Pero no de la manera que estamos acostumbrados. Estaremos pendientes de una aplicación que, como un diario sorteo del euromillón, nos dirá si podemos pasar otra jornada con nuestra rutina anormal o tendremos que aislarnos en nuestros domicilios ante el riesgo de que estemos contagiados.

Las aplicaciones contra el SARS-COV-2 que hemos visto hasta ahora en nuestro país son meramente informativas. Nos preguntan nuestros síntomas mediante un formulario y nos “diagnostican telematicamente".  El Gobierno ha desarrollado una, que sólo están utilizando seis Comunidades Autónomas. Otras, como Galicia, Madrid, Cataluña y Comunidad Valenciana tienen su propia aplicación. La estructura es muy similar, pero su utilidad para reducir contagios, en esta fase, es muy limitada.

Pero hay otro tipo de aplicaciones de las que hemos oído hablar. Son las aplicaciones que rastrean nuestros contactos físicos para poder establecer una red de alertas en el caso que se produzca un contagio. Hemos oído hablar estos meses de ejemplos de su uso exitoso. En Corea del Sur, Singapur, incluso China, se han mostrado útiles para rastrear contactos de personas contagiadas y tomar medidas sanitarias a partir de los datos recogidos por los teléfonos.


¿Es exportable esta tecnología a Europa? Absolutamente.  ¿Toleraremos los europeos una gestión de datos de especial protección, como son los sanitarios, por parte de Gobiernos e instituciones europeas? ¿Por empresas privadas? Aquí surgen las dudas. El derecho a la privacidad promovido en los últimos años por la Agencia Española de Protección de Datos, y posteriormente por la Unión Europea con su Reglamento General de Protección de datos se pone en riesgo ante esta nueva situación.

Hemos importado desde Asia medidas de confinamiento, con éxito, vista la reducción de los datos de contagio y muertes. Pero,¿ estamos dispuestos a renunciar a nuestra privacidad para proteger un bien mayor, como es la salud? La pregunta no tiene fácil respuesta. Los mismos juristas europeos que impusieron multas millonarias a Apple y Facebook por vulnerar el derecho a la privacidad de los datos de los ciudadanos, hoy se enfrentan  a una paradoja imposible. La Historia nos muestra que sacrificar derechos y libertades ganadas a lo largo de los siglos a cambio de seguridad no ha dado buenos resultados en general.

Hay que buscar un punto intermedio. Los datos tienen que ser anónimos y la información recogida no debe estar centralizada en manos de Gobiernos o empresas privadas. Los ciudadanos deberemos de tener un papel activo y responsable en la gestión de esos datos. Me explico con un ejemplo. En la aplicación de China, cuando se detecta el contagio en un ciudadano, salta una alarma a las autoridades sanitarias de ese país. Ellos poseen los datos de los contactos de esa persona. Y son ellos los que notifican a los posibles contagiados la obligación de ponerse en cuarentena. El modelo europeo, a mi modo de ver, no debe ser así. Debe ser el propio individuo, ante un diagnóstico positivo por COVID19, el que, mediante la aplicación, notifique o autorice la notificación a todos sus contactos en las últimas dos semanas. De forma anónima. ¿Alguien sería tan irresponsable de no hacerlo?

Me viene a la cabeza el tema de los piojos. Muchos padres guardan el secreto como si la cabeza de sus hijos portase una lepra moderna. Por evitar una estigmatización  de falta de higiene, que en ningún caso es correcta. Y ahí mucha gente no es responsable. Pero los piojos no matan. El virus sí. Y las personas deberemos asumir la parte que nos corresponde para frenar esta pandemia. La otra opción es propia de países con un régimen autoritario.

Otro factor a tener en cuenta en el desarrollo de las aplicaciones es la brecha digital. El diseño de la aplicación ha de ser altamente compatible con todo tipo de terminales. De todas las gamas. Porque las personas mayores y gente con menos recursos, que tengan terminales obsoletos son más vulnerables al virus. No podemos permitirnos como sociedad hacer ningún tipo de discriminación hacia esos colectivos.

La próxima semana detallaré los distintos tipos de aplicaciones y modelos de gestión de datos propuestos por distintos organismos. Mientras, les animo a que se vayan adaptando a la nueva anormalidad.

        
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jueves, 23 de abril de 2020

Educación y disrupción. La NO adaptación repentina a la teleformación en la escuela.



Definamos, para comenzar, la palabreja del título. Una disrupción es una rotura o interrupción brusca de algo. Se utiliza generalmente en sentido simbólico. No podemos o debemos decir que un paciente sufrió una disrupción compleja en el fémur. En cambio, podemos afirmar que la pandemia ha creado una disrupción en el modo de vida de nuestra sociedad.

Hay muchos modos de disrupción, y se van a cansar de leer el término. Una tecnología disruptiva es, por ejemplo un hallazgo tecnológico que produce un cambio importante en algún sector de la sociedad (industria, economía, política) o en toda ella. Ejemplos de tecnología disruptiva son la aparición del ordenador, la computación en la nube, la impresión 3D, la aparición del primer Smartphone o la aparición de autómatas en la industria. Todos ellos han producido cambios importantes en el desarrollo de muchas actividades en el último siglo.

Tenemos muchísimos ejemplos de tecnologías disruptivas en los años precedentes. La aparición de los teléfonos móviles y después de los smartphones cambió nuestra manera de comunicarnos. ¿Recuerdan aquellos teléfonos de disco que usábamos en nuestra infancia? ¿El sonido que producían mientras marcábamos? ¿Y lo que tardabas en marcar un número? Otro ejemplo es la aparición de Netflix y otras plataformas de streaming, que nos libraron de la rigidez de horarios de los canales de televisión. Las redes sociales y su vertiginosa adaptación por todo el mundo son modelos claros de tecnologías disruptivas.

La disrupción digital es un concepto relacionado con las tecnologías anteriormente mencionadas. Supone un cambio global, e irreversible que afecta a la sociedad en su conjunto. Se cambian las reglas del juego de manera brusca. Los que se hayan anticipado a ella tendrán mucho ganado. Los que no lo hayan hecho, tendrán que superar sus recelos, dar lo mejor de sí y adaptarse. Quedarse atrás no es una opción, porque lleva al aislamiento. Un ejemplo de esto es el abuelo, que tras mucho insistirle sus hijos se compra un móvil. Pero de los de concha. Y no quiere saber nada de Whatsapp, aunque le encanta ver las fotos de sus nietos. En estos momentos se ve obligado a enfrentarse a algo completamente nuevo. Sin preparación previa. Y se siente perdido.

Y en este punto de disrupción digital estamos. Decía Tim O´Reilly, el inventor del concepto Web 2.0, que a este tipo de disrupciones no sobrevivirá el más trabajador o inteligente, si no el que mejor se adapte al cambio. Y para este concepto hacen falta, a mi parecer, dos cosas: Previsión y formación digital. Desgraciadamente, estamos escasos de ambas ante los nuevos retos que ha traído la pandemia.

La previsión no es tanto la que podamos tener como individuos, si no la de las instituciones del Estado. En Galicia y en otras partes rurales de España, las conexiones a Internet son infames, o directamente inexistentes. La digitalización de los hogares, aunque mejorada exponencialmente en los últimos diez años, todavía es insuficiente. Muchos de ellos sólo disponen de un ordenador, y no poseen una simple impresora. Por no hablar de plataformas online que están pensadas para el uso esporádico que les dábamos antes, y ahora, se ven saturadas e inútiles ante el más mínimo aumento de usuarios conectados simultáneamente.

La formación digital es el otro caballo de batalla. La sociedad se moderniza, se llena de trámites online, pero no se ocupa de formar a quien más lo necesita. La famosa brecha digital, en la que una parte de los individuos se adaptan a base de perder el miedo a las nuevas tecnologías y la otra parte se queda en un limbo, dependiendo de algún buen samaritano que le ayude a hacer sus gestiones. Cuando se produce la disrupción ese grupo se frustra y se queda atrás de forma irremisible.

Una vez expuesto esto, quiero centrar mi análisis en la otra parte del título. Cómo ha afectado esta disrupción a la educación. Les voy a hacer un spoiler. Salimos mal parados. Cuando el día 12 de Marzo la Xunta de Galicia anunció el cierre de las escuelas, no pensé en las consecuencias educativas, ni en los problemas que pueden tener los niños tras un largo período de confinamiento. Mi sesudo análisis en ese momento salió en forma de exabrupto: ¡la jodimos! Perdonen la expresión.

Y es que en esos momentos, me di cuenta de que no estábamos preparados. ¿En quién iba a recaer el peso de la educación de nuestros hijos? En profesores y padres que en muchos casos, no están acostumbrados a la formación digital. En plataformas que se saturarían, como comenté antes. En problemas tan simples de resolver como una clase online, tanto la organización, como la asistencia a ella. Sin medios previstos por ningún lado.

La previsión habría solucionado muchos de los problemas a los que nos enfrentamos ahora. La media estatal de ordenadores por alumno es de uno para cada 2,8. En colegios públicos. En centros privados y concertados sube a 3,6 alumnos por cada ordenador. En las casas, la situación es aún peor. ¿Qué familia con dos hijos, y los dos padres con teletrabajo, puede disponer de cuatro equipos informáticos para atender a todas las necesidades en estos momentos? No ha habido, desde el Ministerio de Educación, ni desde las Consejerías regionales un mínimo atisbo de plan. Lo que queda es improvisación.

Improvisación de la que se han hecho cargo e intentado paliar sus efectos, desde el principio, equipos directivos de colegios, profesores utilizando conexiones de internet y ordenadores privados. Con los medios de los que disponen. Con mayor o menor acierto. Pero me consta que con un esfuerzo ímprobo, y aprendiendo poco a poco de los errores. Mientras, los políticos dando ruedas de prensa diciendo que no van a dejar a nadie atrás. Sin análisis. Sin soluciones. Profesores que sufren en sus carnes su propia brecha digital, sea por edad, por falta de formación, sea por ausencia de medios. Como modernos Gary Coopers en Solo ante el peligro.

¿Y en las casas? Pues más o menos la misma desesperación. Madres y padres que, por sus obligaciones laborales no pueden dedicar tiempo de calidad a sus hijos. O que no tienen compatibilidad horaria con las tareas que mandan desde el colegio. O que, simplemente, se frustran por su falta de conocimientos para poder poner su granito de arena. Plataformas de libros digitales que no cargan, porque están saturadas. Listas de tareas que abruman. Fichas que se han de imprimir sin medios para ello. En definitiva, un caos.

¿Era inevitable ese caos? Por una parte, está claro que nadie podía prever esta situación. Pero por otra, nuestros representantes políticos llevan décadas escupiéndose a la cara una Ley de Educación tras otra de forma sectaria e inconsciente. Solo hablan de pactos por la educación cuando están en la oposición. ¿Se podría haber previsto un sistema de formación telemática para casos excepcionales? Rotundamente sí. Sirvan como ejemplos los que vemos en ámbitos universitarios, la Uned o la UOC. Estructuras montadas, temarios digitalizados, incluso exámenes online. Se podría haber tenido un sistema de respaldo para la educación Primaria, Secundaria y Bachillerato. Que pudiesen aprovechar en “tiempos de paz” niños con dificultades motrices, permanentes o transitorias.

No ha sido así. Escurren el bulto, y que los problemas de verdad, los asuman otros. Desde aquí, mi más absoluta admiración a profesores y padres por el esfuerzo. A los otros…ni un aplauso.


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jueves, 16 de abril de 2020

Sin ganas de aplaudir. De trincheras y fake news.


No es un buen comienzo ese título, lo reconozco. Pero es lo que me sale en estos momentos. Día treinta y tantos de confinamiento. He perdido la cuenta. La moral de las tropas cae en picado, utilizando, permítanme la libertad, este léxico castrense que se ha puesto de moda utilizar.

Es un vocabulario que pretende enardecernos, supongo que darnos algún tipo de “ardor guerrero”, como decía el himno de infantería que voceaba mi padre cuando era niño para despegarnos las sábanas el fin de semana. Subirnos la moral, de alguna manera. Personalmente, nunca me ha funcionado. Ni en aquellos sobresaltados despertares ni ahora. Será que no he vivido una guerra.

No he tenido esa experiencia (toco madera, como diría Raphael), pero sí que he estado aficionado al cine bélico. Pero por mucho que escudriño el horizonte, no veo bombarderos, ni baterías de costa como las que aparecían en Los cañones de Navarone. Tampoco veo siluetas de helicópteros que aparecen como fantasmales libélulas tras el humo de los obuses al amanecer de la magnífica Apocalypse Now. Lo que sí puedo adivinar son las trincheras. Trincheras hondas, profundas, que nos enfrentan como sociedad. Trincheras que nos hacen despreciar lo que nos rodea, obnubilados por una niebla de guerra que no termina nunca bien.

Eva, mi Pepito Grillo particular, la que me soporta, mi general, me recuerda que escribo una columna tecnológica, así que centraré el tema cuanto antes. Hoy les voy a hablar de las famosas fake news o bulos en castellano. Y de las trincheras. En tiempos de guerra, la propaganda militar es una herramienta muy valiosa. Todos la usan. Famosos son los ejemplos de Goebbles, ministro de Propaganda de Hitler o el cartel del Tío Sam señalándonos con la leyenda “I want you for the US Army”.

Hoy, en plena crisis mundial, la guerra de propaganda estalla con virulencia. Mentiras que circulan por redes sociales, televisiones, periódicos, ruedas de prensa oficiales… Y detrás vamos nosotros, como una masa, turba o rebaño, escojan ustedes la palabra. Retuiteando o dando un me gusta a los que reflejan lo que pensamos nosotros, aunque no haya por donde cogerlo. Rebatiendo sin ningún argumento posturas contrarias, sólo por eso, por estar en el otro bando. En la otra trinchera.

La guerra en las redes es sucia, como todas las guerras. Es sibilina. Es venenosa. Y es descorazonadora. Porque refleja la sociedad que hemos construido. El espíritu crítico no existe. No ha interesado jamás educarlo. El pensamiento libre está mal visto. Y si en redes tu postura es defender afirmaciones lógicas de ambos lados, la etiqueta no te la quita nadie. Depende del lado del que venga, será (originales ellos) rojo o fascista. Lenguaje de guerra.

El objetivo del artículo de hoy es el de dar unas herramientas que ayuden a distinguir la propaganda malintencionada de la información real. Me he inspirado en un hilo que escribió en Twitter @CarmelaRios. Son aplicaciones o webs que nos permiten, si nos interesa practicar el espíritu crítico, saber si la información que nos ha llegado es real o propaganda.

atrib: www.ifla.org/publications/node/11174
En primer lugar, tenemos la biblioteca de anuncios de Facebook. Nos permite saber si alguna noticia está siendo promocionada para que se difunda más. Es una manera muy habitual de crear falsas opiniones masivas. Sólo tenemos que acceder a www.facebook.com/ads/library y poner en el buscador la noticia o término que deseemos. También sirve para publicaciones en Instagram. No se necesita tener cuenta en Facebook para hacer consultas.

Habrán oído hablar de los bots estos días. Aunque hay muchos tipos, los social bots son los que están en boca de todos. Un bot es un programa informático diseñado para hacer alguna tarea automatizada. La mayoría de los bots que usamos son, por tanto, muy útiles. Los social bots son programas que, aplicados a cuentas de redes sociales, realizan publicaciones siguiendo un patrón. Un patrón interesado, en todos los casos.

Para poder ver estadísticas, historial de la cuenta, y a partir de los muchos datos que ofrecen aclararnos si es un bot, ha comprado seguidores para acumular más influencia o si sus comportamientos en redes sociales tienen pautas sospechosas, existen algunas herramientas. La primera es www.socialblade.com. Prueben con su cuenta de Facebook, Youtube o Twitter. Verán la cantidad de estadísticas que calcula. La segunda es una web de la Universidad de Indiana, que calcula, en un rango de 1 a 5 la probabilidad de que una cuenta sea un bot.

Otra web muy útil es tineye.com. Es una web que sirve para comprobar imágenes que hemos recibido por Whatsapp u otras redes sociales. Nos da información sobre las webs donde ha sido publicada, y las fechas. Lamentablemente, se intentan hacer pasar imágenes de hace años, o de otros lugares por hechos que están sucediendo aquí y ahora. Con la información que da esta herramienta es mucho más difícil que nos “cuelen” algún bulo fotográfico. Otra opción es Google Reverse Image search que realiza una función similar.

La misma función, pero con videos, cumple InVID, una herramienta de verificación desarrollada por la agencia de reporteros AFP. Tienen una aplicación y un complemento para navegador.

Para comprobar webs, con muchos datos, aunque quizá para algo más iniciados, está www.urlscan.io. Podemos analizar múltiples parámetros y sacar conclusiones sobre la fiabilidad de una página.

En fin. Las herramientas las tenemos. Pero también los sesgos. Tendemos a creer lo que nos interesa creer. Propongo dedicar un poco de tiempo a usar estas herramientas. No dejen que hagan esa tarea por nosotros. Las agencias de verificación pueden tener intereses. Eduquemos nuestro espíritu crítico individual para mejorar al colectivo. Que nuestra única trinchera sea la verdad.

Está el Gobierno planteando si legislar la limitación de información por redes sociales, para evitar las noticias falsas. Con todos los respetos y en mi opinión. Estamos en una crisis sanitaria. Hay muchos muertos. Legislen para una educación que cree ciudadanos ilustrados, con curiosidad, con opinión propia. No nos traten como a un rebaño de analfabetos. Mírense el ombligo y recuerden que los políticos, desde siempre, han sido los mayores emisores de bulos. Somos ciudadanos libres y adultos. Permitan que seamos nosotros los que decidamos quién nos miente y quien no.

Como comentaba al principio, no tengo ganas de aplaudir. En una guerra, sólo se aplaude al soldado ganador en el paseo triunfal. En esta guerra, lamentablemente, la victoria no va a tener dueño. Sólo duelo.

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jueves, 9 de abril de 2020

Teletrabajo esencial


Mucha gente habrá oído por primera vez este término en el último mes. Otros muchos lo han experimentado como una especie de aurora boreal, un fenómeno difícil de observar por estas latitudes. Otros, espero que los menos, pensarán que eso es lo que hacen los que traen la comida a domicilio. El resto, entre los que me incluyo, estamos en el “selecto” grupo de los que estamos acostumbrados a ello.

Conste que quiero escapar del manido cliché del informático asocial de higiene disoluta que pregonan las películas de Hollywood. Ese lobo solitario que, desde su leonera-despacho le dice a su madre a gritos que no olvide comprar sus cereales favoritos cuando vaya a hacer la compra. No somos así, en general. Algún caso conozco, cierto, de un colega de profesión al que es más fácil ver por videoconferencia que tomándose un café. Pero somos los menos.

El perfil del teletrabajador en España es el de un autónomo, en su mayoría hombres, de edades entre 40 y 45 años. Las profesiones en las que más se observa este tipo de trabajo son las relacionadas con las nuevas tecnologías y comunicación. Pero somos una minoría. Aunque en otros países europeos el porcentaje de teletrabajadores se sitúa ya en torno al treinta por ciento, en nuestro país no acaba de arraigar.

La situación ha cambiado con la crisis del Covid19. Llevadas por las circunstancias, muchas empresas se han visto obligadas a facilitar de un día para otro el teletrabajo a sus empleados. Y aquí llega el problema. Los procesos de las empresas no están preparados. Las circunstancias actuales no ayudan. Y a muchos trabajadores les falta un proceso esencial de adaptación.

No les voy a mentir. Mi primera experiencia con el teletrabajo fue desastrosa. Mirando retrospectivamente, a aquel yo de hace 10 años no lo contrataría por muchas subvenciones que me dieran. La falta de productividad era dramática. Tomé la decisión coincidiendo con el nacimiento de mi primera hija. Podría conciliar, verla crecer y reducir gastos fijos durante la crisis económica que comenzó en 2008. El plan perfecto. No fue así.

Podría decir que el bebé no me dejó trabajar durante el primer año. Sería mentir. Entre su madre, mi suegra y yo podíamos hacer turnos que me permitiesen ser productivo al menos unas horas al día. Podría achacar a la falta de sueño de todo padre primerizo la pereza y los bostezos que se abrían paso entre el pijama que vestía todo el día, pero también sería mentira. La niña durmió ocho horas de un tirón desde los tres meses de vida. Podría contarles que me sumí en un proceso creativo, en un brainstorming constante, durante meses, Leyendo a expertos en emprendimiento para planificar el enfoque de mi actividad profesional. Pero, de nuevo, no estaría siendo sincero.

Sufrí el problema de todo teletrabajador novel. La procrastinación. Esta palabreja, se podría definir como antónimo al famoso refrán “no dejes para mañana lo que puedas hacer hoy”.
Ejemplos:
  •  Tardar 4 meses en leer un manual de autoayuda titulado Como ser un teletrabajador perfecto y no morir en el intento, o algo así. Y no terminarlo. 
  •  Levantarte de la mesa de trabajo a la nevera. Diez veces en una hora. Aunque vuelvas con las manos vacías. 
  •  Hacer un descanso del descanso para echar un vistazo a las redes sociales. Total, no hace falta levantarse de la mesa de trabajo. 
  • Terminar la jornada incluyendo en el recuento de horas laborables las tres horas que te has pasado entre Facebook y Twitter. 
  • Tumbarte un rato en el sofá para descansar tu maltrecha espalda. Es duro trabajar en casa. 

Podría seguir casi indefinidamente, pero seguiría procrastinando. La situación en la que se encuentran hoy muchas personas que tienen su primera experiencia con el trabajo desde casa, es bastante peor en muchos casos. La principal diferencia: los niños están en casa. A las labores habituales del hogar, hay que atenderles, hacerles la comida, ayudarles con los estudios, y, si nos queda tiempo, trabajar. Estas circunstancias hacen que, posiblemente, el balance de ésta época de teletrabajo no sea todo lo satisfactoria que podría haber sido.

Es muy probable que, después de esta pandemia, nuestros hábitos deban cambiar. También los laborales.  

Las ventajas del teletrabajo son muchas:
  • Reducción de costes para el empresario, con respecto a las infraestructuras necesarias, 
  • mejor conciliación para los trabajadores. 
  • Reduce emisiones contaminantes y aumenta las horas disponibles del día, al reducir los traslados, Permite la mejor integración de personas con discapacidad y en muchos casos aumenta la productividad. 

Por supuesto, tambien tiene desventajas: Falta de identificación con la empresa, aislamiento social de trabajadores, reducción de rendimiento por falta de adaptación… y otras muchas cosas que sólo pueden mejorar a base de ir implantando un sistema, de manera paulatina y sin pausa. Por supuesto, esto no va a cambiar de la noche al día. Flexibilizar jornada, unos días de modo presencial y otros desde casa, sería una opción interesante para empezar.

Con respecto a las herramientas, el correo electrónico se vuelve imprescindible, así como las aplicaciones para videoconferencia de las que hablábamos la semana pasada. El almacenamiento de los datos de la empresa en nubes o servidores privados es una manera estupenda de facilitar el acceso a los mismos de forma segura y jerarquizada. Herramientas colaborativas, como Trello, o plataformas colaborativas completísimas, como Office 365, que incluye Skype y Microsoft Teams, ambas gratuitas, son esenciales para garantizar la comunicación y el trabajo en equipo.

Algunos apuntes para que no les suceda lo que a mí y a otros muchos. O por lo menos, que sea a menor escala:
  • Marcarse un horario. Si no empezamos por madrugar, empezamos mal. Y si acabamos más tarde de nuestra hora también. Una rutina es lo más efectivo. Incluir descansos razonables, tanto en número como en duración. 
  •  No se trabaja en pijama. Jamás. El pijama es una prolongación de nuestro sueño. Adormila y nos amarmota. Atocina (me encanta el lenguaje literario). Una rutina similar a la que llevaríamos si saliésemos a trabajar es lo más sano. 
  • Mantener contacto con compañeros. No sólo de voz. También video. Una reunión a primera hora de la mañana sirve para meterse en ambiente rápidamente. Es recomendable fijar reuniones físicas con cierta periodicidad. 
  • Mantener una buena higiene postural. La silla es esencial. La pantalla, a la altura de los ojos. Cuidado con los reflejos en la pantalla. Aprovechar los descansos para estirar las piernas, hacer un poco de ejercicio ligero, ir a por el pan o a tomar un café rápido. Descansar la vista. Importantísimo. 

Paradójicamente, en la época que más teletrabajo hay en este país de su historia, me toca salir más que nunca para atender dificultades en las empresas con el mismo. Confinamiento inverso. Trabajo esencial.

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jueves, 2 de abril de 2020

Caras lejanas. Aplicaciones para videoconferencia


¿Quién me ha robado el mes de Abril? Cantaba un Sabina agorero por primera vez allá por el 88. Hoy, más de 30 años después, millones de españoles nos hacemos la misma pregunta. La canción que me inspira hoy, es otra del mismo autor, fue compuesta por encargo para una película de Alfredo Landa llamada Sinatra. En ella, Sabina hace un cameo caracterizado como Groucho Marx. El fotograma que ilustra este artículo corresponde a ese momento de Comienza la Función

Ese primer plano irreconocible del de Úbeda se asemeja mucho a los encuadres que vemos hoy a diario en nuestros dispositivos al realizar una videollamada. Esta forma de comunicación se ha hecho imprescindible en estos tiempos para mantener el contacto con nuestros seres queridos, trabajar desde casa o simplemente hacer una reunión entre amigos acompañados de una caña. Que no se pierdan las costumbres.

A la hora de elegir aplicaciones para una videoconferencia existen múltiples opciones. Si antes de comenzar la crisis del coronavirus, le preguntásemos a cualquier usuario sobre qué programas ofrecían esta disponibilidad, nos responderían sin dudarlo alguno de estos cuatro: Whatsapp, Skype, Google Hangouts o Facetime para IOS. Es cierto que son los que dominan el mercado, contando con Zoom, en estos momentos. Pero tienen características diferentes. Algunos son mejores para entornos laborales. Otros son de uso simple y convenientes ahora para que puedan usarlos nuestros mayores de manera fácil.

Vamos a hacer un pequeño repaso por las características principales de los más importantes, y propondré algunos un poco más desconocidos:

  • Whatsapp. Uno de los más extendidos. Disponible en teléfonos Android y Apple. No permite hacer videollamadas con la versión web. Admite un máximo de cuatro participantes. Datos cifrados de extremo a extremo.
  • Skype. Dispone de versiones para Android y Apple. También para PC y Mac. Hasta 50 personas en la versión gratuita. Datos cifrados de extremo a extremo. Permite compartir pantalla.
  • Google Hangouts. Permite, con una cuenta de Gmail, mantener videoconferencias de hasta 15 personas en versión web y 10 en versión móvil. Muy utilizado en empresas por sus características para mejorar el trabajo en grupo, edición de documentos y planificación de agenda integrada en Google Calendar. Google también ofrece Google Duo, de uso más personal, con hasta 8 usuarios a la vez. Ambas tienen versión web y móvil.
  • Facetime. Disponible sólo para usuarios de IOS. Es una aplicación punto a punto muy sencilla de utilizar, y con uno de los consumos de datos más bajos del mercado, debido a la compresión de video que realiza.
  • Zoom. La aplicación de moda en estas fechas. Admite hasta 100 usuarios simultáneos en su versión gratuita. Tiene versiones para todas las plataformas. Lamentablemente, no puedo recomendar su uso. Varias vulnerabilidades de seguridad reportadas en las últimas fechas lo desaconsejan. Empezando por el cifrado, que no es de extremo a extremo. Continuando con la filtración de datos de dispositivos de usuarios a Facebook, aunque parece que está en vías de solución. Finalizando por sus opacas políticas de privacidad y términos de uso. Si valoras tus datos, valora usar otra opción.

Éstas son las aplicaciones más utilizadas para realizar videoconferencias en este momento. Por sencillez de uso, la ganadora es Whatsapp. Suele estar instalada en todos los teléfonos móviles y es muy intuitiva para las personas mayores. Para un uso profesional, me quedaría con Hangouts, una herramienta potente que dispone de múltiples comodidades para el uso empresarial. Pero aunque sean las más utilizadas, no son las únicas.

Existen herramientas de código abierto, con licencia GNU, como Jami o Riot. Quizá no sean aptas para todos los públicos, pero hay que tenerlas en cuenta.

Voy a hacer mención especial a Signal. Utiliza un cifrado que han adoptado otras plataformas como Skype o Whatsapp. Es considerada la más segura del mercado. Permite la configuración de mensajes que se autodestruyen, y control de acceso a la aplicación. Ambas características compartidas con Telegram. Si lo tuyo es la seguridad de tus datos, éstas son las mejores opciones.

No obstante, el descubrimiento de esta cuarentena ha sido Jitsi (gracias a Vicente y Mar). Es una aplicación muy sencilla de usar, para videollamadas de grupo sin límite aparente de usuarios. Dispone de aplicación para Android e IOS, así como cliente web. La mecánica es sencilla, sin necesidad de registrarse. Asignamos un nombre a nuestro chat y lo compartimos con los invitados. El resto sólo tiene que descargarse la aplicación o entrar en la página web y unirse. Tenemos la opción de proteger la sesión con una contraseña, que lógicamente, también debemos compartir con el grupo. Tiene opción de levantar la mano, como Zoom, para evitar que nuestra agradable charla se convierta en un gallinero en el momento más insospechado.

No me quiero olvidar de recordar las normas de etiqueta. Nuestra madre se puede preocupar viendo nuestra deriva de hijo modelo a ermitaño de higiene relajada. Vestirse por completo, no solo de cintura para arriba, nunca está de más, por si nos tenemos que levantar de urgencia. Controlar apariciones de espontáneos buscando su minuto de gloria ante las cámaras debe ser obligado. Y, a falta de peluqueros, cepillo o gomina moco de gorila. Mano de santo.

Quiero terminar el artículo dando las gracias a cuatro personas que me están dando la vida en esta cuarentena: Juan Gómez-Jurado, Arturo González Campos, Rodrigo Cortés y Javier Cansado. Sus podcast Todopoderosos y Aquí hay dragones me ocupan las horas y la mente. Sois geniales. Gracias y mucho ánimo. Sé que con la situación en Madrid seguir dedicando horas a la cultura y al humor es muy difícil.

Suena de fondo Peces de ciudad. Puñetero virus, te lo advierto, deja en paz a Sabina.



Música del post:







  
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